Hace mucho , mucho tiempo, en el lugar más olvidado y árido de la estepa, vivían un viejo leñador y su pequeña hija.
El viejo leñador era extremadamente pobre; todos sus bienes eran un hacha astillada y como ganado, un cansado caballo y un viejo y miserable buey.
Pero los sabios dicen, que la felicidad de un hombre rico reside en su rebaño y la felicidad de un hombre pobre, reside en sus hijos.
Y verdaderamente, el leñador solo tenía que mirar a su hija, para que todos sus problemas se desvanecieran.
Su hija se llamaba Aina. Era tan bonita, inteligente y buena, que cualquiera que la mirase, quedaba encandilado por ella al momento.
Los niños venían desde un lejano aul para jugar con ella y los mayores sólo para hablar con la joven hija del leñador.
Un día, el leñador cargó sus fardos de leña sobre su viejo y cansado caballo y se despidió de su hija.
“Querida Aina”, dijo, “voy al bazar y no vendré hasta el anochecer. No debes sentirte sola sin mí. Si me las arreglo para vender la leña, te traeré a mi vuelta una bonita tela de seda.”
“Que todo te vaya bien, padre”, respondió su hija, “que tengas mucha suerte. Pero ve con cuidado. Se dice que el bazar es el peor lugar de la tierra porque sólo algunos hacen su fortuna, mientras que otros la pierden. Vuelve tan pronto como puedas. Te guardaré palau caliente en el fuego de nuestra casa”
El leñador se fue y cuando llegó al bazar ató su viejo caballo a un lado y esperó a vender su leña. Pero nadie se le aproximaba.
Por último, un hombre rico que paseaba por el bazar se acercó, acicalando su larga barba negra y su túnica de seda. Se puso frente al leñador y decidió gastarle una pesada broma.
“Dime viejo, ¿es esa la leña que vendes?”, preguntó.
“Es ésta”, respondió el leñador.
“¿Qué pides por ella?”
“Una moneda de plata”
“¿Y vendes la leña por este precio “tal cual”?
El leñador no entendió las palabras del joven rico, pero no viendo nada extraño en él, contestó que sí.
“Muy bien”, respondió el hombre, “aquí tienes tu moneda de plata, coge tu caballo y sígueme”
Cuando llegaron a la casa del hombre rico, el viejo desató la leña y ésta cayó al suelo. De repente, el joven rico golpeó al leñador en el pecho, a la vista de todos y gritó:
“¿Qué piensas que estás haciendo, viejo estúpido? “¿No me dijiste que vendías la leña “tal como estaba”?” Tu caballo me pertenece. Has recibido su precio y ahora tratas de engañarme.
El leñador trató de objetar, pero el joven rico enfureció y lo llevó a ser juzgado por los sabios del aul.
El sabio escuchó pacientemente a los dos hombres, tocó su barba y respondió que el leñador había aceptado el acuerdo y recibido el pago por su deuda, y era su propia falta si había asentido a las condiciones del comprador.
El joven rico se complació con la sentencia y con su engaño, pero el leñador se llenó de lágrimas y volvió con pesar a su aul.
Cuando Aina vio las lágrimas en sus ojos, su corazón se volvió negro como el carbón. Se arrojó en brazos de su padre y le dijo que le contase la razón de su pesar. Ella, con dulces besos y sabias palabras, trató de reconfortarlo, pero a duras pena logró borrar las lágrimas de los ojos de su padre.
A la mañana siguiente, Aina decidió ir ella misma al bazar a vender la leña y convenció a su cansado y derrotado padre para hacerlo.
“Ve, hija mía, si es lo que quieres”, dijo el viejo leñador, “pero piensa que no tendré paz hasta que estés de nuevo a mi lado”
Y así, Aina cogió la leña y se alejó de su aul.
En el bazar, Aina vio entre la multitud al joven hombre con negra barba y ropas de seda. Cuando vio a la joven, sonrió y se dirigió hacia ella.
“Hola, pequeña”, dijo, “¿es esa la leña que vendes?”
Sí, respondió Alina.
“¿Qué pides por ese fardo de ahí?”
“Dos monedas de plata”
“¿Y venderás la leña por ese precio “tal como está”?”
“Lo haré, pero sólo si me pagas con el dinero “tal como está”
“De acuerdo, de acuerdo, sígueme con tu buey”
Cuando llegaron a su casa, Aina le pidió que le dijese donde atar su buey.
El joven quiso entregarle las dos monedas de plata, pero Aina le dijo entonces:
“Tú compraste mi leña con mi buey, tal como está y te entregué la leña junto a mi buey. Pero tú también prometiste darme tus monedas” tal como están”. No quiero sólo tus monedas, sino también tu mano, "tal como está”
El hombre se quedó aturdido, pero por más que discutió y objetó, Aina se mantuvo firme.
Finalmente, fueron a hablar nuevamente con el viejo sabio del aul.
El sabio escuchó y por más que pensaba, no encontraba la manera de librar al joven rico de su deuda. Finalmente, dijo “es mi decisión que pagues a esta joven dos monedas de plata por su leña y cincuenta monedas de oro por tu mano”
El joven rico enfureció e intentó devolver la leña, el caballo y el buey, pero ya era demasiado tarde.
“Puede que me hayas engañado esta vez, pero sigo siendo más astuto que tú y puedo demostrarlo ante todos. Hagamos una apuesta. Contaré lo más fantástico que me haya ocurrido, y tú harás lo mismo. El que cuente la historia más fantástica y no pueda llamar al otro mentiroso, ganará la apuesta. Apostaré cincuenta monedas de oro y tu puedes apostar lo que quieras”
“De acuerdo”, dijo Aina, “apostaré mi propia cabeza. Si ganas, puedes hacer lo que desees con mi vida. Y como eres mayor que yo muchos años, empezarás tú primero a contar tu historia”.
El joven rico miró al sabio y comenzó su hablar.
“Una mañana, encontré tres granos de trigo en mi bolsillo. Los arrojé por la ventana y de pronto apareció un campo de trigo tan alto y espeso, que los caballos podían atravesarlo durante cuatro días.
Y un día, ¿qué piensas que ocurrió? Cuarenta de mis cabras se metieron en el campo de trigo y desaparecieron. Las llamé y las llamé, pero no aparecieron, Pasaron los meses y mis trabajadores recogieron el grano, pero los esqueletos de las cabras nunca se encontraron.
Esparcieron el trigo, pero no se encontró ningún resto de ellas.
Un día, le pedí a mi mujer que preparase pan, mientras me sentaba a leer. Mi mujer sacó el pan de la hoguera y me lo acercó. Arranqué un trozo y comencé a masticar y de repente, sentí un fuerte balido en mi cabeza, abrí la boca y las cuarenta cabras salieron una tras otra, dando saltos sobre mi libro, cada una tan grande como un becerro de cuatro años.
Cuando el joven rico terminó su historia, incluso el viejo sabio negó con la cabeza en tono de reproche, ante la falsedad de su historia, pero Aina permaneció inmóvil.
“Veo que tu historia es la más pura de las verdades”, dijo Aina, “los hombres astutos como tú, tienen frecuentemente aventuras tan fantásticas como ésta. Ahora, escucha lo que tengo que decir.”
Y Aina comenzó su historia.
“Un día, planté en el centro de mi aul, una pobre semilla de algodón, y ¿qué piensas que ocurrió?
Al día siguiente, apareció una planta de algodón que alcanzaba las nubes, y su sombra era larga como un viaje de tres días.
Cuando el algodón floreció, lo recogí, lo lavé y lo vendí a una pobre mujer que conocía. Con el dinero, compré cuarenta de los mejores caballos y los cargué de preciosas sedas y envié a mi hermano mayor hasta Bujara. Hace ya tres años que partió mi hermano y nada he vuelto a saber de él.
Pero no hace mucho, oí que fue asaltado en el camino y murió a manos de un joven villano de negra y larga barba.
Nunca pensé encontrar a ese villano, pero el destino ha sido benevolente conmigo.
Ahora sé que tú lo mataste y llevas sus ropas de seda.”
Cuando Aina dijo estas palabras, el sabio se levantó de su asiento y el joven rico cayó al suelo, asustado e incrédulo.
¿Que debo hacer ahora?, pensó el astuto rico. Si digo que la joven miente, perderé mis cincuenta monedas de oro y si digo que dijo la verdad, seré ajusticiado y tendré que entregarle como recompensa las monedas de oro, cincuenta de mis mejores caballos cargados de bienes y todos mis tejidos de seda.
Finalmente, el joven no pudo contenerse por más tiempo.
“Puede que tu lengua se pegue a una piedra”, dijo, “todo son mentiras y mentiras, miserable niña. Toma tus cincuenta monedas de oros, mi túnica y desaparece de mi vista antes de que me arrepienta.
Aina cogió el oro, lo envolvió en la túnica del hombre rico y corrió hasta su aul tan rápido como sus piernas pudieron llevarla. El viejo leñador, inquieto por la larga ausencia de su hija, había salido a la estepa a buscarla. Cuando la vio, corrió hacia ella, se abrazo a su cuello y gritó:
¡Aina!, mi querida hija, ¿qué te ha ocurrido? ¿Dónde has estado tanto tiempo y porque nuestro viejo buey no vuelve contigo?
“Puede que el cielo azul brille siempre sobre ti, padre”, respondió Aina, “he vuelto del bazar donde vendí el buey al joven rico de negra barba” tal como era”.
“Mi pobre hija” murmuró el leñador, “el hombre rico te ha engañado como a mí, ahora estamos perdidos por mi causa”
“Querido padre”, dijo Aina, “no deduzcas tan rápido. Recibí un buen precio por la leña y el buey.”
Y mostró a su padre la túnica de seda.
“Es bonita y elegante”, dijo el leñador”, “¿pero de qué sirve a un pobre leñador? Sin mi buey, mi caballo y mi hacha viviremos en la pobreza para siempre.”
Entonces Aina, sin decir palabra, desenrolló la túnica de seda y le mostró a su padre las cincuenta monedas de oro y las dos monedas de plata. El leñador las miró y dificilmente podía creer que no fuese un sueño. Su hija lo abrazó y le contó todo lo que había pasado en el aul.
El viejo leñador, rió y lloró a un tiempo mientras escuchaba a su hija.
Aina terminó la historia con estas palabras:
“Padre, donde el hombre rico es astuto, el pobre es sabio. El barbudo recibió su merecido y sus cincuenta monedas de oro, nos harán vivir felices y sin preocupaciones el resto de nuestros días”
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1 comentario:
Gloria a este paso vas a ser una experta en Kazajstan.
Me apunto el cuento para contarselo a los peques.
Besos para las dos,
Mar (y Juanjo) y Maxim, Yana y Ilia
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